jueves 28 de marzo de 2024 - Edición Nº -1940

Información General | 22 sep 2015

Opinión

Somos lo que falta... La ilusión desarrollista, la nueva "cuestión social" y el desafío 2015

"La historia está llena de fechas que marcan el inicio o el fin de una era, de una etapa, del predominio de una escuela filosófica o de una concepción estética determinada", consigna el trabajo de revistahechomaldito.blogspot.com.ar que compartimos con nuestros lectores. Una nota en la que no se elude una clara toma de posición, y que, al mismo tiempo, resulta interesante para abordar un tema largamente soslayado en los grandes medios de comunicación.


Es como si una suerte de obsesión compulsiva nos obligara a establecer, con absoluta precisión, el instante exacto en que cada uno de esos momentos de la evolución de la humanidad comenzó y terminó. Pero, en verdad, es imposible precisarlos, porque todos las grandes transformaciones y transiciones que fueron modelando la vida humana consistieron en procesos que primero permanecieron en estado larval hasta que les llegó el momento de comenzar a asumir su fisonomía definitiva y, más adelante, eclosionaron y se desarrollaron y fueron naturalizándose progresivamente hasta prevalecer y, en algunos casos, tornarse canónicos. De modo tal que lo habitual es que los hombres ignoren hasta que punto están mutando las condiciones históricas en que se desenvuelve su existencia hasta mucho después que los nuevos fenómenos hayan comenzado a manifestarse. Y que por eso, durante un cierto tiempo, les cueste comprender lo que está aconteciendo y no sepan lidiar con sus nuevas dificultades, empeñados en seguir creyendo que la realidad es como era, igual a la imagen de una realidad anterior que conservan en su memoria, y no como realmente es porque ha cambiado.

Creo, sinceramente, que eso les ocurre hoy a muchas personas respecto de la problemática social. Y, lo que es mucho más grave, les ocurre también a fuerzas políticas, a funcionarios gubernamentales, a representantes de los actores sociales tradicionales y a instituciones diversas que, por no advertir los cambios y el efecto que los cambios han producido, erran el diagnóstico y, por supuesto, equivocan la terapia. Esto, dicho en general, pues ya llegará el momento, más adelante, de hablar específicamente de la Argentina.

Lo cierto es que, lisa y llanamente, el mundo ha cambiado. No es seguramente un cambio de era, pero si una nueva etapa. Subsiste el modo de producción capitalista pero, en el escenario que el capitalismo constituye, se advierten nuevos actores y/o se ha alterado el orden del reparto. En palabras de Nico Poulantzas, una nueva formación social ha hecho su aparición. La llamada sociedad industrial ha sido reemplazada por la sociedad global financiarizada y ese tránsito conlleva la aparición de una “cuestión social” nueva, que se aparta del conflicto clasista binario en sentido estricto o que, como mínimo, le adiciona elementos relevantes que demandan ser analizados con una mirada igualmente actualizada.

Algunos cientistas sociales arriesgan fechas para ubicar el momento del cambio. Yo creo – siendo fiel a los primeros párrafos de esta nota – que es imposible precisarlo, pero sí seguramente se tornó perceptible en el lapso transcurrido desde la inconvertibilidad del dólar dispuesta por Nixon (1971) y, sobre todo, desde el primer petroshock (1973) y la caída del muro de Berlín (1989). Algunos factores de ese cambio seguramente se venían incubando desde antes, pero en ese lapso comenzó a manifestarse en superficie. En cualquier caso, los hechos a que refieren los años mencionados constituyeron, sin duda, factores determinantes de su aceleración.

La sociedad industrial y el Estado de Bienestar

El esbozo de la sociedad industrial definió sus líneas con mayor claridad a partir de la primera “revolución industrial” – como se dio en llamar a lo que fue un proceso de fuerte innovación tecnológica (simbolizado por la máquina de vapor de James Watt) acontecido entre fines del siglo XVIII y principios del XIX – y alcanzó su culminación a mediados del siglo XX, después de la segunda guerra mundial. Y, si bien fue en su transcurso cuando la explotación capitalista en su formulación clásica se percibió con mayor nitidez, también es cierto que condujo al momento más feliz del capitalismo, que tuvo lugar cuando este pudo mostrar un rostro amable y fue capaz de sustentar una sociedad más equitativa y mejor integrada. Me refiero, naturalmente, al Estado de Bienestar, que se implantó en las naciones capitalistas más desarrolladas y en algunas todavía insuficientemente desarrolladas – como nuestro país -, especialmente entre 1945 y 1975, esas tres décadas que Fourastié bautizó como los “treinta años gloriosos”.

Como sabemos, el Estado de Bienestar se caracterizó por una fuerte regulación estatal que puso freno a las desmesuras del capitalismo y, en algunos casos, por una intervención directa en la producción de bienes y servicios que determinó el establecimiento de un importante sector de economía de propiedad pública, especialmente en materia de servicios públicos y de extracción de petróleo y producción de energía, sin perjuicio de otras unidades productivas de bienes diversos.

Y también por una muy fuerte presencia del estado en orden a la política social, tópico que abarca más de un aspecto que ameritan ser señalados.

Por una parte una decidida intervención en el conflicto social, dirigida a crear condiciones de mayor equilibrio entre las partes, habida cuenta de la manifiesta desigualdad que caracteriza su relación. Esto significó el desarrollo de una fuerte y expansiva legislación laboral de naturaleza protectoria, que reguló la jornada, la concertación y la extinción del contrato, el tiempo de descanso, las condiciones de higiene y seguridad en el trabajo, el salario y prácticamente todos los campos que integran la relación laboral. Al mismo tiempo, el fortalecimiento de los sindicatos y el impulso a la negociación colectiva hizo posible que las convenciones colectivas de condiciones de trabajo se generalizaran, complementando y muchas veces superando el grado de protección legal, que pasó a constituir – junto con las normas convencionales – el piso irrenunciable que otorga sentido al concepto de orden público laboral. La participación de los asalariados en la distribución de la renta avanzó fuertemente.

Por otra parte se instituyó un amplio sistema de protección social frente a los riesgos del trabajo y las contingencias de la vida. Régimen jubilatorio, asignaciones familiares, cobertura médica, seguro contra accidentes del trabajo o enfermedades profesionales que disminuyan la capacidad laboral en forma temporal o definitiva, planes de vivienda al alcance de los trabajadores, turismo social, seguro de vida, seguro de sepelio y muchos otros institutos que hicieron posible la conocida definición originada en Suecia – país estandarte del Estado Benefactor – según la cual “todo ciudadano sueco está protegido desde la cuna hasta la tumba”. En verdad, en Europa especialmente, la política de protección social alcanzó una extensión muy relevante, hasta el punto de incluir prestaciones no fácilmente imaginables, como que en Austria, por ejemplo, todos los niños tuvieran garantizado por el estado el servicio de transporte escolar.

El sistema se estableció prácticamente en todos los países en que el capitalismo había alcanzado un alto grado de desarrollo, con la significativa -aunque relativa – excepción de EE.UU., que fue mucho menos amplio en materia de intervención estatal en la economía aunque, a su modo, igualmente creó un sistema protectorio importante. Y también en los países de mediano desarrollo, entre los cuales la Argentina sobresalió por la amplitud de sus realizaciones en materia de bienestar y seguridad social y porque el proceso de su implementación estuvo más alejado de la metodología del acuerdo social y más vinculado a la lucha y la conquista.

La impronta del estado benefactor peronista fue mucho más combativa porque, siendo un país aun subdesarrollado y dependiente, la voluntad de conquistar una organización social más justa coexistía y se confundía con la necesidad de alcanzar un grado mayor de desarrollo e independencia económica y de afirmar la soberanía política. Es decir, la lucha por la justicia social era también lucha antiimperialista y la liberación social marchaba a la par de la liberación nacional.

Mucho se ha discutido acerca de si el Estado de Bienestar expresó una mera estrategia defensiva de las grandes potencias capitalistas frente a la amenaza representada por la expansión del campo del “socialismo real” luego de la segunda gran guerra o si, por el contrario, constituyó una conquista del sindicalismo y de las corrientes progresistas de la política europea. Siempre me pareció una discusión ociosa. No hay duda que fue un logro de la lucha social e ideológica, por cierto valioso y legítimo, en tanto significó la demostración de que era posible sostener una sociedad mucho más equitativa sin resignar los beneficios de las instituciones democráticas y de un sistema jurídico respetuoso de la libertad individual. Pero también cabe admitir que esas conquistas fueron posibles en un momento dado, entre otras condiciones propicias, porque el avance del campo socialista y el crecimiento de los partidos comunistas occidentales atemorizaron al capitalismo. El hecho es que fue una experiencia claramente positiva y de suma significación, aunque su esplendor duró poco, apenas treinta años.

El capitalismo de la sociedad industrial se caracterizaba por producir en masa series largas de costo unitario decreciente para mercados en constante ampliación. La organización del trabajo se basó, en buena medida, en las pautas tayloristas-fordistas, es decir, la medición de los tiempos de trabajo, la eliminación de los tiempos muertos y el concepto de producción continua simbolizada por la cinta móvil. El trabajo se desarrollaba, principalmente, en grandes unidades de producción altamente mecanizadas. El sistema funcionaba habitualmente con pleno empleo y de conformidad con el ordenamiento pactado en los convenios colectivos de trabajo. El actor típico era la gran empresa de organización piramidal, fuertemente jerarquizada, integrada verticalmente, que aspiraba a producir desde la materia prima hasta el producto final terminado, que se correspondía con los grandes sindicatos por actividad, también estructurados piramidalmente. La fórmula salarial, aplicada a cada renovación del contrato colectivo, era inflación más productividad, o sea compensación del poder adquisitivo perdido y participación en una parte de la mayor ganancia obtenida sobre la base de una mayor productividad.

Esto permitió el ya apuntado avance de la participación de los trabajadores en la distribución de la renta, alcanzando en algunos países europeos – los nórdicos, especialmente – a superar el 65% y situándose, en general, holgadamente por sobre el 50%. A esa retribución se sumaba el “salario indirecto” representado por los beneficios de la seguridad social. Los trabajadores se desempeñaban “en blanco”, salvo excepciones poco representativas y algunos casos particulares, como el de Italia, que siempre tuvo una extensa parte de su economía sumergida, es decir, al margen de las regulaciones y registraciones legales y fiscales.

Cabe aclarar, por último, que esto ocurría solamente en el mundo capitalista altamente desarrollado y en algunos países con un grado relativo de desarrollo. Otra parte del mundo ensayaba la experiencia de la construcción socialista. Y el resto se debatía en la miseria y la opresión, dando sustento mediante la explotación de sus pueblos y el saqueo de sus materias primas, a la opulencia del capitalismo avanzado.

Causas y modalidades del tránsito a la sociedad global financiarizada

Como en todo proceso de transformación las causas, sin duda, fueron múltiples. Pero entre ellas seguramente cuentan algunas que intentaré presentar aunque sea muy brevemente.

La tasa de ganancia industrial, desde un cierto tiempo anterior a los sucesos indicados, describía una sostenida curva declinante y comprometió la sustentabilidad de la gran industria tradicional.

La medida adoptada por Nixon en 1971 (aconsejada por Milton Friedman, profeta del neoliberalismo) en el sentido de poner fin al patrón oro y, de paso y unilateralmente, a un aspecto central del tratado de Bretton Woods, consistente en la adopción del dólar como moneda de reserva universal sobre la base de su convertibilidad en oro, alteró el orden financiero internacional. El sistema ya era complicado, porque mientras todos los países debían esforzarse por acumular reservas para no incurrir en desequilibrios, EE.UU. era el único que podía resolverlos imprimiendo billetes. La inconvertibilidad determinó una intensificación notable del flujo monetario, hasta que otros sucesos terminaron de comprometer la buena salud de la economía estadounidense. Uno fue la disminución de sus reservas de petróleo transformándolo de exportador en importador y otro las crecientes dificultades de la guerra de Vietnam y la derrota final; entre ambos arrasaron con el resto de sus reservas de oro. Esta sucesión de fenómenos iniciados con la declaración de inconvertibilidad favorecieron un proceso de multiplicación de activos financieros sin respaldo real.

El aumento del precio del petróleo dispuesto por la OPEP en 1973, seguido luego de otros incrementos, impactó dramáticamente sobre los costos industriales a la par que aceleró la reproducción exuberante de los activos financieros. Se estima que hoy la suma de esos activos financieros supera ocho veces lo necesario para atender adecuadamente los requerimientos que son propios del sistema productivo y que “…en los países centrales la participación del sector financiero en el producto bruto casi se duplicó, en promedio, entre 1970 y 2006, entrando así plenamente en lo que Keynes denominaba una “economía de casino”…” (Rapoport Mario y Brenta Noemí, Las grandes crisis del capitalismo contemporáneo).

Y la implosión de la URSS y el colapso del “socialismo real”, por último, dejaron al capitalismo sin competidor ideológico ni contendor político-militar, liberando a los gobiernos de las principales potencias de la necesidad de seguir apuntalando un gasto social relevante, así como de regular limitativamente sus propias desmesuras. La visión neoliberal se encontró con un campo fértil para propagar sus diatribas contra la intervención estatal en la economía y en las relaciones sociales y su fe inconmovible en la capacidad del mercado para resolver automáticamente todos los problemas de la economía. El movimiento sindical – debilitado por el desempleo creciente – y la socialdemocracia vacía de todo pensamiento alternativo, no fueron capaces de oponerse a la imposición de las nuevas reglas de juego y, por el contrario, en muchos casos fueron gobiernos socialdemócratas los que tomaron a su cargo la infame tarea de implementarlas.

En definitiva (y en apretadísima síntesis porque no cabe aquí extenderse en demasía) comenzaron a manifestarse los siguientes fenómenos:

Naturalmente esas transformaciones condujeron a una nueva organización del trabajo.

De inmediato y como correlato de la competencia despiadada que exige bajar costos a cualquier precio y de la volatilidad de los mercados surgió la demanda de flexibilización de las condiciones de trabajo, incluido el salario.

Los nuevos criterios organizacionales tienden a preservar planteles muy reducidos, calificados y protegidos y a externalizar, tercerizar y/o precarizar todo lo demás. La clase trabajadora exhibe un creciente grado de heterogeneidad que también dificulta el accionar unitario y masivo.

Simultáneamente cambio la empresa que desde aquella estructura piramidal y desde aquella integración vertical viró hacia la llamada fábrica difusa, relacionada en red con otras semejantes y con fuerte tendencia a la deslocalización geográfica dado que los procesos productivos combinan insumos, servicios y elaboraciones parciales de proveniencias diversas.

Se verifica la instalación, con características estructurales y crónicas, de una amplia franja de desocupados, de ocupados sólo ocasionalmente y de ocupados en actividades de mera subsistencia. El trabajo ha sido desplazado como gran articulador social y ha surgido un nuevo proletariado, nacido de la exclusión y la marginación. La nueva economía no requiere como condición esencial e indispensable la ampliación constante de los mercados y es compatible con una parte de la población expulsada de los mercados normales de producción y de consumo. El movimiento sindical tradicional sólo representa a los trabajadores que se desempeñan en condiciones regulares, “en blanco”, cuyos niveles y hábitos de ingreso y consumo los han convertido en un nuevo estamento de las capas medias. Y un profundo tajo los separa de la multitud precarizada, que se profundiza en tanto una acentuada desigualdad educativa y pautas culturales divergentes los separan progresivamente.

Aquellas causas y estos efectos que, a su turno, se convierten en nuevas causas de otras consecuencias y la interacción constante entre estos factores cambiaron el mundo y alteraron la estructura social, por lo menos en aquellos países que habían alcanzado un mediano grado de desarrollo y un sistema de relaciones laborales propios de la etapa industrial.

El capitalismo es un sistema socio-económico intrínsecamente perverso, en tanto reposa en la apropiación individual de la riqueza socialmente producida. No obstante ha sido la palanca que produjo el mayor salto en el desarrollo de las fuerzas productivas y del conocimiento científico. Ya me he referido a como, inclusive, fue capaz de autolimitarse y posibilitar la existencia de una sociedad plausible y atractiva. Muchos estudiosos de los procesos sociales llegaron a creer que ese impulso progresista era definitivo, como Dahrendorf cuando afirmó que la lucha de clases, lejos de hacerse más violenta e incontrolable, había sido domesticada por instituciones que habían permitido encauzarla bajo principios de orden constitucional y justicia. No obstante, el capitalismo ha devenido, otra vez, salvaje.

Ya lo había sido, en sus etapas iniciales. Pero aquel era un capitalismo incipiente, rudimentario, de baja productividad, con herramental ineficiente y problemas logísticos inmensos. Era cruel – porque el capitalismo es cruel – pero su crueldad era casi la de un animal salvaje que pugna por sobrevivir y prevalecer. Este nuevo salvajismo, en cambio, expresa una especie de crueldad sádica, porque emana de un capitalismo sofisticado y universalizado, que dispone de la tecnología más alucinante y tiene un potencial productivo ilimitado. Posee realmente los medios necesarios para solucionar los más graves problemas de la humanidad – el hambre, las enfermedades, la angustia que engendran las necesidades básicas, urgentes y lacerantes – y construir las bases de una sociedad integrada y feliz. Y en lugar de hacerlo expulsa, precariza, margina y profundiza la desigualdad.

La realidad argentina y sudamericana

Lo dicho hasta aquí puede causar una cierta incomodidad a algún ciudadano argentino un tanto desprevenido. Y lo mismo podría ocurrir si se tratara de ciudadanos de algunos otros países latinoamericanos. Es que lo ocurrido en nuestros países en la última década no parece coincidir demasiado con la descripción de tendencias y fenómenos sociales que contienen las páginas anteriores. En la Argentina, concretamente desde 2003, cuando asumió la presidencia Néstor Kirchner, se ha procurado revertir todo cuanto se obró desde la dictadura y hasta la crisis cuasi terminal del 2001/2002. En ese cuarto de siglo largo hubo un claro predominio de los intereses antinacionales y antipopulares. Ello no significa desconocer las buenas intenciones que, en algún momento de su gestión, manifestó Raúl Alfonsín en materia de derechos humanos y de gestión económica. Pero no es menos cierto que lo actuado respecto de los autores del genocidio fue gravemente limitado por las leyes de “punto final” y “obediencia debida”, que no atinó a restablecer en plenitud la libertad sindical manteniendo hasta 1988 la imposibilidad de negociar colectivamente y que sus intentos de modificar el sentido de la política económica naufragaron en medio de una feroz hiperinflación que hasta le impidió concluir plenamente su mandato. Luego, ya en los 90’, bajo el falso peronismo menemista, el pensamiento neoliberal se enseñoreó descaradamente del poder y lo usó para desmantelar el aparato productivo, abrir de modo irrestricto y unilateral el mercado interno a todo tipo de productos foráneos, endeudar desmesuradamente al país, rematar los bienes de propiedad estatal, disminuir el valor real de salarios y haberes previsionales, destruir empleo, promover la flexibilización de la legislación laboral, relativizar la efectividad del sistema de seguridad social y desarmar al estado en todo cuanto tuviera que ver con el manejo de la economía y la intervención en los conflictos sociales tutelando a los más débiles. Esas políticas fueron continuadas fielmente por el gobierno radical de de la Rua, hasta el punto de confiar su preservación a las mismas personas, manteniendo en el comando de la economía a Domingo Cavallo que había sido su artífice.

Eso terminó definitivamente con Kirchner. El estado recuperó autoridad y reasumió el rol del que había sido privado y dejó de ser el mercado el centro de decisión acerca de la asignación de los recursos. Se hizo cuanto fue necesario para restablecer la operatividad de las estructuras productivas, impulsar el crecimiento, promover la presencia protagónica de los sindicatos, propiciar la negociación colectiva, posibilitar el avance sistemático de la participación del sector asalariado en la distribución de la riqueza, crear empleo y diseñar e implementar una política social activa y múltiple que aseguró a los sectores más vulnerables la satisfacción de sus necesidades básicas más imperiosas. Algunos aspectos puntuales y esenciales de la gestión de Néstor Kirchner y de Cristina Fernández de Kirchner han quedado como símbolos inconfundibles de su compromiso y de su lealtad para con los intereses de la Nación y del pueblo. La política de afirmación de los derechos humanos y de castigo a los genocidas; la afirmación de la unidad y de la integración con las naciones y pueblos hermanos; el rechazo de los acuerdos de libre comercio implementados por los intereses imperialistas para sojuzgar aun mas a la América Latina; la extraordinaria reestructuración de la deuda externa; el crecimiento a tasas sin precedentes, sostenido fundamentalmente por el poder adquisitivo del mercado interno; la recuperación de millones de puestos de trabajo; la reestatización del sistema de previsión social mediante la liquidación implacable del negocio financiero representado por las Administradoras de Fondos de Jubilaciones y Pensiones; la recuperación de herramientas indispensables para la gestión soberana del estado nacional como el Correo Argentino, Aguas Argentinas, Aerolíneas Argentinas y, especialmente, Y.P.F.; y la Asignación Universal por Hijo integran, sin vacilación alguna y entre otras realizaciones, ese conjunto de símbolos. Está fuera de toda duda que quienes condujeron a la Nación a lo largo de la gestión de los tres gobiernos kirchneristas avanzaron hacia el logro de los objetivos superiores que apuntan a consolidar la justicia social, la independencia económica y la soberanía política. Y que quienes los lideraron – Néstor y Cristina – merecen el reconocimiento más profundo del pueblo al que sirvieron.

Sin embargo, al cabo de todo este tiempo y de las batallas libradas, la felicidad no es plena. Por un lado, los intereses que medran con esta sociedad global individualista y especulativa y que al mismo tiempo la caracterizan, siguen siendo quienes fijan las reglas y las aplican. Y eso condiciona las posibilidades de seguir avanzando. Lo que ha ocurrido en estos días con los fondos “buitre” y el fallo Griesa, es una demostración elocuente de cómo son las cosas. Va de suyo que eso no destruirá lo ganado ni detendrá la marcha, pero sin duda configura un inconveniente grave y, sobre todo, una demostración significativa.

Y por otra parte, pese a cuanto hemos avanzado, hay problemas sociales que se resisten y perduran con una tozudez que obliga a reflexionar sobre lo que realmente quiere decir su persistencia. Con todas las debilidades que afectan a los datos numéricos en nuestro país, es factible afirmar que un sector relevante de nuestra población está afectado por situaciones sociales indeseables, que no hemos podido resolver.

Subsiste una masa de desocupados y subocupados no inferior a 2.700.000 personas.

El 31,8% de los trabajadores en relación de dependencia se desempeña “en negro”, es decir, en condiciones de irregularidad contractual que significan, en la práctica y en principio, carecer del amparo de la legislación laboral, no disponer de cobertura médica, no registrar aportes jubilatorios, no gozar de la protección del seguro contra riesgos del trabajo y no estar afiliado al sindicato correspondiente. 3.000.000 millones de personas se encuentran en esa situación.

Y por último existe una masa de trabajadores que se desempeñan en actividades de mera subsistencia, excluidos de los circuitos normales de la producción y del consumo, carentes de relación laboral directa y susceptible de plasmarse en un contrato de trabajo, sin patrón y marginados de toda protección legal. Son los que hacen changas intermitentes, los que luchan por mantener a flote las empresas recuperadas, los que integran las cooperativas del plan Argentina Trabaja, los vendedores ambulantes, los manteros, los artesanos, los cuidadores de autos, los cartoneros, los motoqueros independientes, los campesinos comunitarios, los de la agricultura familiar y una muchedumbre de precarios de toda precariedad. Hay entre 3.500.000 y 5.000.000 de compatriotas que trabajan en esas condiciones a los que corresponde sumar aquellos integrantes de sus grupos familiares que dependan de ellos.

No se me escapa que, entre los más de diez millones de personas que resultarían de sumar los grupos mencionados puede haber y seguramente hay superposiciones. Pero, como quiera que sea, estamos hablando de seis o siete millones de hermanos nuestros, más quienes dependan de los ingresos que ellos aporten, que integran la franja de los excluidos. Con toda la incerteza estadística que impera en la materia, es razonable afirmar que por lo menos dos millones de esos compatriotas habitan en villas de emergencia o asentamientos carentes de las más elementales condiciones que requiere una existencia digna (y esta es una estimación en extremo prudente, ya que algunos expertos consideran que quienes padecen esa situación de precariedad habitacional llegan al 9% de la población, lo que equivaldría a cerca de cuatro millones de personas)

La primera reacción frente a estos datos es de perplejidad. ¿Cómo es posible que llevemos diez años de avance en la línea de las realizaciones nacionales y populares y subsistan manifestaciones de injusticia tan angustiantes?

Sin embargo, la respuesta es simple. Hace diez años que remamos contra la corriente en relación con los intereses y las ideas que rigen al mundo y hemos logrado todo lo que era posible conseguir en esas condiciones. Encontramos un país destruido y lo reconstruimos usando los medios que eran recomendados para situaciones semejantes. Nos enfrentamos con una realidad propia del siglo XX, casi pre-industrial, y la resolvimos con los remedios adecuados a su naturaleza. Pusimos el estado al servicio de la gente, subordinamos la economía a la política, regulamos al mercado limitando su aptitud decisoria, incidimos en procura de una redistribución más equitativa y logramos restablecer condiciones aceptables. Cuando la Argentina parecía expuesta a implosionar, el kirchnerismo la rescató y reconvirtió en un país relativamente normal. Visto desde la perspectiva del 2001 fue un logro trascendental, de magnitud formidable. Visto desde la perspectiva actual también, sólo que se advierte con mayor claridad que ese camino tiene límites infranqueables y que se hace imprescindible encontrar otros modos de avanzar.

Hicimos todo lo que estaba a nuestro alcance para impulsar el desarrollo con inclusión social. Ha llegado el momento de entender que para seguir progresando en orden a ese objetivo, no sirven las viejas recetas. Llegamos hasta donde pudimos sin introducir transformaciones estructurales, pero ahora ya no es posible continuar sin ellas.

En el siglo XX se pensaba en escala nacional y se aspiraba al desarrollo como instrumento apto para resolver casi todos los problemas sociales. El desarrollo era la condición indispensable para que existieran trabajo y riqueza suficiente. Luego, la distribución de esa riqueza, sería el resultado de la puja social y política, es decir, de lo que el choque entre las clases sociales y las corrientes de pensamiento determinara. Pero de algo no se dudaba: si existían tasas suficientes de crecimiento, más un estado activo y proclive a la justicia social y una clase trabajadora vigorosamente organizada, se arribaría a una sociedad cohesionada, equitativa, con movilidad ascendente y alta calidad de vida.

Ese pensamiento que imperó en el siglo XX desde la izquierda hasta la derecha, desde la URSS hasta EE.UU., al que yo llamo la ilusión desarrollista, hoy es insuficiente. Es claro que hace falta seguir atendiendo al crecimiento del producto y al mayor desarrollo posible de nuestro potencial. Es necesario porque sólo un país con una economía sólida puede sustentar una sociedad equitativa y humanamente desarrollada. Pero no porque ese desarrollo vaya a proveer automáticamente los puestos de trabajo que garanticen el pleno empleo. Las nuevas tecnologías generan relativamente poco empleo y de alta calificación y suprimen muchos más de menor calificación técnica. Por otra parte, en tanto las dos anteriores “revoluciones industriales” se tradujeron en disminución de las horas de trabajo, esta sólo aminoró la población ocupada. Sólo en Francia se registró el tímido intento expresado en la semana de 35 horas propiciada por los socialistas y son estos mismos, con Hollande a la cabeza, quienes ahora plantean la derogación de la norma que la estableció. No, no será el desarrollo la panacea para los nuevos males sociales. Pero sí la condición necesaria para poder afrontarlos, pues una nueva generación de políticas sociales indispensables requerirá el financiamiento apropiado y esa posibilidad depende de que el crecimiento no se interrumpa y de que cada vez nuestra producción agregue más valor.

El desarrollo del potencial económico, entonces, junto a una reforma tributaria en verdad progresiva y a una modificación del sistema bancario que lo convierta en un servicio y lo despoje de su actual condición de instrumento de la especulación financiera, son pasos encaminados a restaurar el principio de la función social de la propiedad que consagró la Constitución de 1949 y que aun no hemos restablecido.

El arsenal de políticas sociales que se empleó en el siglo XX no servirá para resolver la “cuestión social” que resalta dramáticamente en estas primeras décadas del siglo XXI. Ni tampoco llegaremos a puerto si seguimos observando esa cuestión social con la óptica del siglo XX, pues se nos tornará imposible ver lo que en verdad encierra, percibir su núcleo. La propia Presidenta, hace muy poco tiempo, subió el tema a su discurso y alertó con elocuencia: “El problema mayor ya no es la explotación, sino la exclusión social”.

La batalla de 2015

Sería practicar una especie de autismo si estas reflexiones se desentendieran de la circunstancia de que el mandato de Cristina finaliza el año que viene y que todo lo que rodea al proceso electoral próximo está como en una condición gaseosa, de alta volatilidad. No carecen de posibilidades quienes sueñan con una restauración conservadora, ni tampoco aquellos que aspiran a mantener lo bueno y corregir lo errado, lo que no estaría nada mal si no fuera que el método que parecen preconizar para lograrlo consiste en algo así como agregarle agua al vino.

Y en esto, creo, es imprescindible ser muy claros. El único modo de conservar lo bueno que se hizo, el único modo de corregir positivamente lo que no se hizo bien, el único modo de no retroceder es profundizando. Profundizar no significa radicalizar alocadamente, sino dar un nuevo impulso al proceso de crecimiento de la riqueza, perfeccionar institucionalmente las políticas distributivas que conciernen a la clase trabajadora tradicional y a las capas medias con ingresos fijos e implementar políticas sociales de nuevo cuño para atacar la nueva cuestión social y redimir a los sectores sociales más vulnerables.

Profundizar significa, por ejemplo, obrar urgentemente en el sentido de la reformulación del sujeto social llamado a asumirse como agente del cambio, sin cuya mediación el cambio no será posible. Lo que exige la presencia protagónica del nuevo proletariado, organizado, reconocido, institucionalizado y visible. Lo que demanda la reunificación del sindicalismo formal, cuyas múltiples fracturas sólo benefician a los enemigos del pueblo. Lo que reclama la unificación en la acción y en la lucha de los trabajadores informales y formales, venciendo los recelos, las incomprensiones y los prejuicios que los separan y comprendiendo que aquellos enemigos son comunes y que sólo mediante la implantación de la justicia será posible vencerlos. Y la confluencia de estos con las capas medias, con los profesionales, los técnicos, los intelectuales, los estudiantes, los comerciantes y productores pequeños y medianos, esas capas medias que, en su mayoría, temen como los demás al desempleo, al encarecimiento de los productos básicos, a la pérdida de poder adquisitivo de sus ingresos y que a eso añaden otras inquietudes comprensibles, como las referidas a la seguridad o a la transparencia.

Reconstruir el sujeto social transformador supone librar una batalla cultural mayúscula, porque lo que nos separa, divide y enfrenta es la inoculación del virus que provoca una visión individualista, insolidaria y egoísta a la que todos estamos expuestos.

Profundizar significa también no idealizar la realidad y tener siempre clara conciencia de los límites que nos impone o de los obstáculos que nos plantea. La pérdida de significación de los espacios nacionales en la economía y la declinación del poder de los estados nacionales frente a los intereses más altamente concentrados indica que no es saludable apuntalar nuestra acción con mero voluntarismo. Siempre los movimientos populares que quisieron transformar la realidad encontraron en el voluntarismo ingenuo una trampa peligrosa. Pero el nuevo marco global en que esa lucha se desarrolla lo ha convertido en una trampa absolutamente mortal.

Por eso profundizar también significa poner un énfasis mucho mayor en la política exterior. Intensificar y ampliar la integración, imaginar emprendimientos binacionales o plurinacionales, enriquecer la relación con los BRICS por razones no ya ideológicas sino de coincidencia objetiva de intereses. Necesitamos espacios más amplios y más fuertes, acumular poder para imponer cambios en las reglas de juego, explotar las contradicciones entre los poderosos con el mismo fin, disponer de fuentes alternativas de financiamiento.

Y profundizar significa, sustancialmente, que nuestros compatriotas excluidos y marginados se liberen de su esclavitud y que todos contribuyamos a crear las condiciones que lo hagan posible. A esos efectos, si ya no es posible entregarse como ayer a la ilusión desarrollista, habrá que reemplazar las políticas sociales de asistencia por otras que posean, en sí mismas, aptitud transformadora. No basta con dotar de salvavidas a los náufragos para mantenerlos a flote. Después es preciso que puedan volver a tierra firme e implantarse en ella con tales atributos que no corran el riesgo de caer otra vez. Con ese fin y sin la pretensión de agotar el listado de medidas indispensables, hay algunas que es imposible no mencionar.

La centralización del control de la política social. La empresa es de tal magnitud que no consiente una excesiva diversidad de enfoques ni una contraproducente superposición de ámbitos burocráticos. Debe haber una institución única que ejecute y/o coordine y/o supervise las políticas sociales, sin perjuicio de que su diseño – en razón de la diversa índole de los aspectos en los que deberán aplicarse – quede a cargo de las respectivas jurisdicciones especializadas. Una agencia social que sea el brazo único del estado para construir equidad, que se implante en el territorio en cada rincón donde las necesidades la requieran y que sea vista por los desposeídos, a su vez, como una herramienta propia, a la que puedan acudir y de la que formen parte inseparable.

La reasignación de todos los recursos con que cuenta el área y la canalización de los adicionales que provean las nuevas políticas impositiva, bancaria y de impulso al crecimiento del producto. Con miras a:´

Concretar un plan de vivienda social, tan amplio como sea necesario para resolver el problema habitacional de los sectores sociales más vulnerables, con modalidades constructivas, de financiamiento y de asignación que garanticen efectivamente el cumplimiento de la finalidad perseguida.

Ejecutar un programa sistemático de urbanización de las villas de emergencia y asentamientos precarios en general que, además de la edificación de viviendas, incluya la implementación del suministro domiciliario de electricidad, agua corriente y gas, trazado y pavimentación de calles y veredas, construcción de cloacas y establecimiento, en condiciones adecuadas, de los servicios públicos de educación, atención médica y seguridad.

Promover y llevar a cabo una reforma educacional que restituya a la educación pública los niveles de excelencia que son imprescindibles para impedir que las diferencias de calidad educativa se constituyan en el componente más importante de la matriz en la que se origina, agrava y perpetúa la desigualdad social.

Crear trabajo sin esperar a que sea el resultado automático y suficiente del crecimiento, porque no lo será. Por eso será menester

Convertir a los beneficiarios de subsidios sociales directos en integrantes de cooperativas de trabajo social, tendiendo a hacer de ellas genuinos emprendimientos productivos, con asistencia técnica estatal y, de ser necesario, asistencia financiera y reservas de mercado referidas a obras públicas, de modo que operen con la eficiencia exigible pero en un medio no competitivo, sin otro fin lucrativo que no sea el de financiar los costos de la propia actividad, perfeccionar su organización y dotación tecnológica y garantizar a todos sus integrantes salario digno y protección semejante a la de un trabajador en situación regular.

Suministrar el mismo apoyo bajo similares condiciones a aquellos trabajadores independientes que, aun sin percibir subsidio alguno, desempeñan actividades de subsistencia – que al mismo tiempo poseen interés social – tales como cartoneros, motoqueros, vendedores ambulantes, artesanos, operarios que sólo hacen changas y demás sectores de la economía popular informal.

Brindar la asistencia necesaria a las empresas recuperadas para que puedan competir y asegurar a sus trabajadores condiciones remuneratorias y de protección social similares a la de los asalariados que cumplan iguales tareas en condiciones laborales normales.

Promover la agricultura familiar, así como las actividades productivas de esencia comunitaria procurando, en ambos casos, que alcancen niveles de productividad y calidad apropiados y que posibiliten a los respectivos trabajadores condiciones de vida dignas.

Adoptar las medidas necesarias, incluida la creación de los organismos que fuere menester, para concretar la relación directa entre esos productores y los consumidores, de modo de abaratar los productos y, simultáneamente, mejorar la ecuación económica de esos núcleos de trabajadores.

Fomentar el arraigo en el medio rural de los trabajadores de la agricultura familiar y de la producción comunitaria y el retorno de los que han debido migrar, mediante la ejecución de las políticas ya indicadas y la facilitación del acceso a la vivienda y a los servicios básicos necesarios, a partir de una nueva legislación sobre tierra urbana y rural.

Promover la creación de empleos de nueva generación en promoción de la salud, asistencia a las personas no autoválidas, preservación medioambiental, nuevos circuitos de distribución de productos de primera necesidad, transformación del habitat de los sectores populares más vulnerables y demás actividades vinculadas a la satisfacción de objetivos de interés social, capacitando para su desempeño a jóvenes provenientes de esos mismos sectores sociales.

Obrar lo pertinente para que los haberes correspondientes a jubilados y pensionados que deban ser reajustados conforme a las pautas establecidas por la Corte Suprema de Justicia de la Nación lo sean en el plazo más breve posible, comenzando por reajustar de inmediato los de todos los beneficiarios que ya hubieren cumplido ochenta años.

Se trata sólo de un muestrario, un puñado, de políticas sociales que deberán implementarse para atacar la problemática social de la sociedad global financiarizada. No bastará con el efecto empleo que antes era propio del crecimiento, ni tampoco con el derrame inducido por un estado con sensibilidad social. Habrá que proveerse de un nuevo arsenal, con armas del siglo XXI y construirlas con determinación política y militancia incansable, pero también con inteligencia, solvencia técnica y transparencia, que todo eso se requiere para que la cruzada genere apoyo y se transforma en la obra de una inmensa mayoría.

A veces algunas personas se preguntan cómo es posible que el peronismo, setenta años más tarde, siga ganando elecciones y persista arraigado en el corazón de la gente. Yo creo que la respuesta a ese interrogante es simple. Perón – y la fuerza incomparable de Evita – le cambió la vida a la gente y cambió la vida del país. Va de suyo que ellos lideraron un proceso que encontró vigor revolucionario en una clase social amalgamada. Pero el resultado de ese proceso, del empuje de esa clase que fue la columna vertebral y de esos líderes fue ese cambio. Que no consistió solamente en el estado activo y poderoso, en la industrialización, en el trabajo, en el salario y en las jubilaciones. Tuvo mucho de mejoramiento material sustantivo, pero también mucho de inmaterial y simbólico. El orgullo que sentía cada trabajador sabiendo que había un delegado – “su” delegado – que le hablaba cara a cara al patrón, levantaba la voz tanto como el y más si hacía falta y exigía y lograba que no los robaran más en el salario, en las horas extra, en las vacaciones, en las ausencias por enfermedad, en la jornada. La fuerza que sentía cada trabajador cuando el sindicato le entregaba el nuevo convenio colectivo, en formato “de bolsillo”, porque en verdad se llevaba en el bolsillo trasero del pantalón de trabajo. Y se lo aprendía de memoria. Y se lo blandía como una espada. Y se lo hacía respetar. La infinita emoción de acceder por primera vez a una casa propia, que fue posible porque gobernaba Perón, pero que le llegó a través de los planes del BHN y por intermedio de su sindicato. La felicidad inenarrable de los padres obreros que veían a sus hijos en Mar del Plata, beneficiados por el turismo social, viendo el mar por primera vez, cuando el Hotel Tourbillón – de los obreros de la carne – pasó a dominar Playa Grande desde las alturas del Parque San Martín, la “columna vertebral” se adueñó de la “ciudad feliz” y la oligarquía huyó a Punta del Este. Sin duda hubo entonces importantes progresos materiales pero, además, se ganó en orgullo, en dignidad, en crecimiento humano. Cada trabajador sintió que por fin podía erguirse en toda la dimensión de su estatura y que entonces sí había para sus hijos un futuro con universidad, cultura y respeto. Les había cambiado la vida.

Pues bien, hay un nuevo proletariado, una nueva problemática social, una nueva muchedumbre de pobres, vulnerables y carecientes que tienen un derecho absoluto a que su vida cambie y, al hacerlo, hacer también que cambie la vida entera del país.

Esa es la batalla que empieza en 2015. Esa es la profundización necesaria para consolidar lo que ya hicimos. Ese es el desafío.

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