jueves 28 de marzo de 2024 - Edición Nº -1940

Información General | 17 abr 2014

Opinión

Adiós Gabriel, creador de todas las cosas (con el perdón de Dios)

Es probable que no exista nada más autocomplaciente y narcisista que los obituarios, las cartas de despedida, los homenajes escritos, las tiernas y dulces notas que nos llenan de maravilla. No es intención de quien escribe estas líneas.


A mediados de enero se fue de este mundo el gran escritor, militante y periodista Juan Gelman. Andaba yo, por esos días, ocupado no sé en qué cuestiones. No pude sentarme a escribir, a dejarle en este amplio espacio que nombramos “Infoblancosobrenegro”, dos, tres, cuatro o un puñado de palabras. De palabras sinceras. Siempre hay algo poco importante que nos distrae de los dolores del alma, de sus pequeñas heridas, de las cosas que, diría el poeta, podrían movernos “las telitas del alma”. A eso me habré abocado, no sé, no puedo recordarlo hoy. Pasó.

Pero cuando la radio dijo: “Hoy a muerto el escritor…” supe que se había apagado el Gabo, el inmenso ser humano, el maravilloso escritor. Ya no hacían falta las palabras del locutor. Su cuerpo hace tiempo que venía advirtiendo lo que ocurriría. Y ocurrió.

Esta vez sentí tristeza, verdadera tristeza. Y sentí también que su muerte volvía a despertar la muerte de Gelman. Ambos, con distintas formas de escribir, maravillaron mis veintipico. Después de ellos ya no pude leer igual. Todo parecía demasiado árido y rasposo, como un memorando ejecutivo. Me acuerdo entonces de Florentino Ariza, el personaje que Gabo creó para que naciera “El amor en los tiempos de cólera”. No podía, el pobre Florentino (enamorado, como se sabe, eternamente, de Fermina Daza), trabajar en la empresa naviera de su tío, porque sus memorandos eran confusos, parecían cartas de amor, de pura pasión nomás.

Con la letra de Gabo, casi todo lo demás empezó a parecerme un memorándum. Los libros de Historia que devoraba en la adolescencia por ejemplo. “¿Cómo voy a leer estas páginas espantosas?”, pensaba. Remedios La Bella volando después de colgar algo de ropa (era tan linda que, contó Gabo, tuvo que sacarla de la trama de “Cien Años de Soledad” elevándola hasta el cielo, haciéndola etérea) destrozaba la épica de cualquier relato de la Historia.

En García Márquez, en su mundo, el mundo de García Márquez, entraba todo: la maravilla y la pesadilla, y con extrema belleza. El comienzo de Cien Años de Soledad fue premiado no recuerdo por quién (¿a alguien le importa por quién?) como el mejor comienzo de una novela escrita en idioma español. Cuando leí el final, que no fue leer cualquier final, sino llegar sin aliento hasta las últimas páginas, desesperadamente, ansiosamente, recuerdo dónde estaba, qué hacía, qué sentí. Fue hace casi dos décadas, y hoy recuerdo ese momento como una instantánea.

(“Como el día en que el hombre llegó a la luna”. Sufrí toda mi infancia y mi adolescencia escuchando a mis mayores contarme dónde estaban, qué hacían cuando “el hombre llegó a a la luna”. ¿Y qué mierda me importaba qué hacía fulano o fulana cuando el hombre llegó a la luna?, pensaba).

El final de Cien Años de Soledad, el momento en que lo leí, nunca voy a poder olvidarlo, fue como si yo mismo llegara a la luna. Y no estaba la humanidad pendiente de mí. Fue una revolución silenciosa. No sucedió, fue sucediendo. Estaba yo trabajando por un par de días en la ciudad de Azul. Y no dormí. Y llegó el colectivo que me sacaría de ese frío y gris barcito sobre la ruta, y el chofer me llamaba, y daba yo vuelta la última página acusando sordera, y veía en una espiada fugaz que quedaban sólo líneas, y terminó, y quedé mirando el feo pedazo de madera que era mi mesita de bar, y pasaron diez segundos, y reaccioné, y corrí, y volví a La Plata perplejo, sin parar de pensar, todo el cuerpo festejaba esa maravilla que estaba ahí, y yo leía libros de historia nada más, pobre de mí.

Supe allí que no tenía sentido no leer todo lo que había escrito esa deidad. Empecé a buscar sus libros, a leerlos con fruición, y llegué, por amor a él, a robarle uno a mi madre: “Ojos de Perro Azul”, que estaba perdido en un rincón de la biblioteca, muerto, esperándome.

Hace un mes se lo pasé a mi hija adolescente que además de historia sí lo lee al Gabo. Cien veces recorrí ese libro y el primer cuento que le da el nombre. Me prometí hacerlo hasta que no me lo permitiera el cansancio. No tenía sentido que lo regresara a su dueña para volver a dormir en un estante. Con esa furia dulce (y difícil de abandonar) me atacó aquella vez Gabriel García Márquez.

Con el tiempo supe que, como no podía ser de otra manera, él era un hombre que abogaba por la igualdad, que amaba a los pueblos como a las letras. Hace un rato mi hija me pidió una frase suya para subirla a su muro de Facebook. Recordé una que decía algo así como que “no sirve de nada leer todos los libros del mundo si después no sabés (sabes, diría él) preparar un buen plato de porotos”. No le gustó, creo. A mí aquella idea del Gabo me marcó, aunque reconozco que la frase no tiene belleza para quedar en la historia de la literatura. Pero a mí me conmovió. García Márquez escribía sencillo porque, creo, pensaba sencillo. Y porque era sencillo.

En “El Otoño del Patriarca” encontraba bellísimas fotografías de los dictadores que veía desfilar por tele cuando era niño. “Nunca des una orden que no tengas la seguridad que se vaya a cumplir”, decía el dictador antes de su ocaso, entra gallináceos, una palabra que escuché y leí por primera vez en ese libro.

Mucho tiempo, mucha transpiración, mucho insomnio, mucha emoción, mucho de todo lo que se puede sentir, o puede sentir alguien como quien escribe esto (que no es un recordatorio del Gabo, y ojalá nadie lo considere así), tienen que ver con él.

Debo admitir que lo bientraté repitiendo en acaramelados diálogos con pibas (con más o menos destreza) fragmentos de su obra. No tenía que poner en mi boca palabras de él. Tenía que traerlo a la charla, simplemente. Con su realismo mágico, o maravilloso, o revolucionario, o latinoamericano, o tercermundano, o mejor dicho, con todo eso junto, siempre alcanzaba. Confieso que regalaba sus libros con melosas dedicatorias para que la belleza de su prosa me iluminara un poco. Todo sea por culpa del amor, o del desamor, da igual.

No sé, es de noche, en la radio repiten en cada flash de noticias que murió. Me sugiere una ex novia que debería escribir algo sobre él, ya que tanto lo nombré, ya que tanto lo llevé. Le digo que no debería hablar en pasado. Le digo que no me sugiera que escriba de él “porque lo leí”, me dice que ahora no lo leo, no entiende, no me entiende, está bien, murió Gabo, qué importa.

“Después de él quedan sus libros”. Permítanme salirme del semblante, de mis recuerdos, y decir que no sigue vivo en sus escritos. Allí está su pasado, y ya no volveremos a esperar la salida de su próximo libro nunca más, y la herida duele por varias, por lo menos esta noche, con esa radio que repite su muerte, como debe ser, y en estilo memorando: árido, rasposo.

Gabo murió, para siempre, su obra vivirá por siempre, pero hoy duele el hombre. No consuela releerlo. Nadie volverá a escribir como él. Nadie fabrica seres de esa inmensidad, no hay progreso, futuro, nada que nos asegure esa belleza.

Es un día triste. Por eso me acordé también de la muerte de Gelman. Por eso los traje acá. Por eso comparto esto.

Peno por la noticia, por Gabo, por la ausencia que comienza. Sé que no volverá, no me consuela que quede su obra, digo de nuevo. Y confieso que siento una honda timidez por escribir sobre él, por eso acá lo dejo, los dejo, dejo, termino.

No embellece hablar del escritor, ni de su obra, con un pequeño texto como éste, de uno más entre millones de diminutos lectores. Pero juro que a mi manera conocí a todos sus personajes. Me enamoré de mujeres como las que viven en sus novelas; un familiar mío es idéntico José Arcadio Buendía, a su manera; tengo un amigo en el que veo todo el tiempo a Aureliano bien borracho; me enamoré como él de la mujer más bella del mundo, no sé, pienso por qué lo del Gabo era realismo “mágico”. No me lo expliquen, no me interesa, y en verdad ya sé qué dicen los eruditos.

Yo digo que todo lo que vio Gabriel García Márquez existe, y que vio casi todo lo que existe, y que nadie que lo haya leído desde principio hasta el fin sería capaz de no sentir la hondura de su trabajo. Murió, entonces, el gran historiador, sociólogo, geógrafo, y por qué no, escritor latinoamericano Gabriel García Márquez. No lo homenajeen, ningún recordatorio haría justicia. Léanlo. Miren en sus libros el rostro de nosotros, como humanos, que lo hacen tan realista, y como latinoamericano, que lo hacen infinitamente mágico.

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