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Información General | 3 jun 2014

OPINIÓN

La antiseguridad: la política según el radicalismo

Nota de opinión escrita por Esteban Rodríguez Alzueta, docente e investigador de la Universidad Nacional de Quilmes (UNQ) y autor de "Temor y control. La gestión de la inseguridad como forma de gobierno"


En estos momentos se está debatiendo en la provincia de Buenos Aires la creación de la “Policía Local”, un proyecto original del diputado de Nuevo Encuentro, Marcelo Fabián Sain.
El proyecto fue y vino varias veces. Se discutió y lidió con el sciolismo, el Frente Para la Victoria, incluso con los peronistas del Frente Renovador.

Los acuerdos estaban agarrados con alfileres y todos hicieron trampa, sobre todo Granados, que fue entornado rápidamente por la Bonaerense, y la gente de Massa. Se sabe, en una coyuntura electoral todo se mide con las encuestas de opinión. Las otras dos fuerzas políticas, la izquierda y los radicales, optaron directamente por permanecer al margen.

No quiero referirme ahora a la izquierda, puesto que nunca tuvo una opinión sobre estos temas. Su posición parece no querer superar la dogmática consigna: “Hay que desmantelar el aparato represivo del estado”. ¡Como si el Estado tuviese control sobre el supuesto monopolio de la violencia legítima! Como si los gobiernos pudieran dirigir la violencia que define a la agencia policial. Si es cierto que estamos frente a una agencia corporativizada, eso quiere decir que la “violencia” se negocia todo el tiempo, que la violencia se autorregula en función de intereses que no siempre coinciden con los que persiguen la clase dirigente o el resto de la ciudadanía.

Quiero detenerme en la actitud de los radicales, porque cuando los radicales fruncen el ceño, levantan el dedito índice y se indignan, están preparando la pista para levantar vuelo.
En esta oportunidad los senadores radicales ratificaron su oposición a la creación de la Policía Local por una “convicción política firme y definida”.

Horacio López y Gustavo De Pietro señalaron: “Mantenemos nuestra firme convicción de no votar este proyecto, porque filosóficamente no estamos de acuerdo con las policías comunales, y porque entendemos que no es la solución a la problemática de la seguridad. Además significa un renunciamiento que la Provincia hace a una de sus obligaciones fundamentales por Constitución”. Y agregaron: “Además queremos aclarar que nuestra postura no va a cambiar, y si ahora coincide con la postura de algún otro bloque que antes acompañaba la iniciativa, y ahora por conveniencia política o por extorsión ha cambiado su posición, eso trasciende a nuestra decisión política, y sería una pena que sea usada como alimento para alguna chicana barata”.

Los radicales usan la palabra “convicción” como los católicos la “fe”. Sus discursos se parecen a los sermones, pero son una pantomima. Detrás del discurso hay un doble discurso que hay que disimular. Todo se presenta como una cuestión de persuasión (“¡estoy persuadido!”), o de confianza. Esa convicción los pone más allá de la historia, pero también más acá de la política. Ellos no discuten, tienen principios. Los principios les permiten sustraerse de cualquier debate verdaderamente difícil, pero también de la realidad con la que se miden. El que tiene principios no discute, sino que declama y se indigna. No hacen política sino periodismo para todos.

El honestismo como bandera esconde una antipolítica que seduce discursivamente a la “gente” que desconfía de la política. La gente vota “honestidad” pero no sabe qué plan hay detrás. Prometen convicciones a cambio de votos y después las dejan en la puerta del Congreso.

¿Cuáles son las convicciones? ¡La Constitución! La ingenuidad radical no tiene límites. Los radicales pierden de vista que hay problemas y conflictos para los cuales no fue pensada la Constitución y que no se van a resolver invocando la Carta Magna de la provincia como los curas se la pasan invocando la palabra del Señor.

Para Fogwill, la síntesis de la confianza cívica radical se puede definir de la siguiente manera: “Creer que las palabras expresan los pensamientos, creer que los pensamientos rigen la voluntad, creer que la voluntad conduce a los acontecimientos y creer que los acontecimientos son controlables por el alcance de las leyes”.

Su consabido apego a las instituciones no es la expresión del supuesto republicanismo que profesan, sino la actitud ingenua de quien no sabe ni se anima a intervenir en política, pero especula todo el tiempo. No basta la retórica para estar en política, y tampoco las palabras para pilotear los hechos. Una ley nunca puede ser el punto de llegada sino un nuevo punto de partida. Acaso sea ésta la diferencia entre el radicalismo y el peronismo.

Para el radicalismo, la ley tiene que ser transparente y pura, como los principios que dice representar. Para el peronismo, una disputa pendiente, la cristalización de una lucha que seguirá tensando el sentido que allí se juega. Por eso los contornos serán siempre difusos. Los mejores pensamientos no podrán evitar que los acontecimientos se escapen de las manos. Quiero decir, una ley está llena de riesgos y puede ser objeto de múltiples interpretaciones, cajoneos, cautelares y reformas.

Se sabe: hecha la ley, hecha la trampa. Esas trampas son las disputas que hay que seguir librando para actualizar los sentidos allí consagrados. Porque si basta decirlo, no hay que perder de vista que una ley necesita una reglamentación, protocolos, presupuestos que financien estructuras organizacionales, direcciones, etcétera.

Los radicales se mueven con principios y especulaciones. Su actitud prepolítica los encierra en callejones sin salida, y de los callejones se sale por arriba, en helicóptero. Sus votos siempre serán un NO POSITIVO.

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