

Por: Pablo Gustavo Díaz
En la política argentina contemporánea, el odio ha dejado de ser un tabú moral para convertirse en un insumo estructurante de las identidades colectivas. Más que un residuo emocional del discurso, el odio cumple funciones constitutivas: delimita el campo de lo propio y lo ajeno, simplifica el caos simbólico en un antagonismo claro, y genera una lógica de pertenencia que se vuelve emocionalmente innegociable.
Este fenómeno no puede comprenderse fuera del colapso económico y social que atraviesa Argentina desde hace más de una década. En un escenario donde las promesas se han agotado y la confianza institucional está erosionada, el odio aparece menos como una patología y más como una respuesta inevitable, casi adaptativa, al fracaso sostenido. La frustración acumulada busca salida en una narrativa antagonista. A la política, en este marco, ya no le alcanza con operar desde consensos tecnocráticos; también necesita enemigos claros, afectos intensos, narrativas simples y banderas que unifiquen a los disgregados.
Desde la teoría política, Ernesto Laclau ofrece una clave para entender esta dinámica. Su concepto de "lógica agonal" reconoce que el conflicto es el corazón mismo de la política. No hay identidad sin alteridad. La constitución de un "nosotros" requiere de un "ellos" que funcione como amenaza simbólica. En este marco, el odio no es un accidente que corrompe el discurso público: es la materia con la que se tejen los significantes vacíos que agrupan demandas sociales dispersas bajo una misma bandera emocional.
Los datos empíricos confirman esta tendencia. En el estudio de Mercados & Estrategias sobre polarización afectiva, se evidenció cómo la segmentación de los electores no solo responde a preferencias racionales o ideológicas, sino a la intensidad emocional del rechazo al otro. Más del 60% de los encuestados manifestaron desconfianza o repulsión hacia los votantes del espacio político opuesto, independientemente de las propuestas concretas. La identidad política se consolida por exclusión más que por afinidad programática.
Esta lógica también se reproduce —y amplifica— en los medios y las redes. Jonah Berger, especialista en psicología del consumo y viralización de contenidos, ha demostrado que las emociones de alta activación, como el enojo, la indignación o la euforia, aumentan significativamente las probabilidades de que un contenido se comparta. En este ecosistema, el algoritmo no premia la argumentación racional, sino la intensidad afectiva. La viralización se convierte en un sistema de recompensa emocional que fortalece las identidades cerradas y sanciona cualquier gesto de disonancia.
El caso reciente del periodista Pedro Rosemblat ilustra con precisión este fenómeno. Al invitar a Eduardo Feinmann a su programa de stream, intentó abrir un canal de conversación con un actor identificado con el espacio ideológico opuesto. Lejos de ser celebrado como un gesto democrático, fue objeto de un feroz escarnio por parte de su propia audiencia, que lo acusó de “blanquear” al enemigo. El mensaje fue claro: en contextos de alta polarización afectiva, incluso la intención de diálogo puede percibirse como una traición simbólica.
En este sentido, el enfrentamiento entre Javier Milei y el ecosistema mediático tradicional no debe leerse solo como una disputa de egos o estilos. Es una puesta en escena estratégica donde el presidente, consciente de la lógica afectiva de sus seguidores, dramatiza el antagonismo con un adversario que opera como "casta simbólica": la prensa. Los intentos del periodismo tradicional de desacreditarlo —ya sea cuestionando su estabilidad emocional, su viabilidad política o asociándolo con Hitler— suelen tener un efecto boomerang, reforzando en su electorado la sensación de que está enfrentando a un sistema que quiere silenciarlo. La cancelación intentada se resignifica como validación narrativa.
Es tentador juzgar este clima desde una superioridad moral, lamentando la pérdida del diálogo racional o la cultura del respeto, como lo hacen la mayoría de mis colegas en sus intervenciones públicas. Pero considero más útil —y menos hipócrita— aceptar que el odio no es una disfunción ocasional, sino una herramienta con lógica propia en contextos de crisis de representación. No es deseable, pero sí explicable. Y quizás inevitable.
Mientras la política siga funcionando como campo de disputa entre relatos, el odio seguirá siendo parte del repertorio afectivo necesario para ordenar el caos simbólico, construir lealtades y marcar fronteras. La pregunta ya no es cómo evitarlo, sino cómo gestionarlo sin que devore todo a su paso.